Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez / Septiembre de 2008Durante las últimas semanas la preocupación ciudadana por la inseguridad ha ocupado un
lugar relevante en los medios masivos de comunicación. En el marco de revelaciones sobre
crímenes lacerantes, de ningún modo justificables, el 21 de agosto se firmó el Acuerdo
Nacional por la Seguridad Pública y el 30 del mismo mes se hizo en la ciudad de México una
marcha replicada también en diversos lugares del país.
Sin embargo, pese a la exigencia de mayor seguridad, se habla poco de derechos humanos,
aun cuando seguridad y derechos forman un binomio indisoluble. Algunas voces oportunistas
plantean falsas soluciones para revertir la inseguridad, como el aumento de penas, cadena
perpetua, pena de muerte o el robustecimiento del aparato punitivo.
Las organizaciones de defensa y promoción de derechos humanos, sabedoras de la justa
indignación de quienes son víctimas de la violencia criminal, consideramos que las mejores
soluciones deben surgir de un debate racional y no sólo de la exasperación y el hartazgo.
Deseamos, por lo tanto, contribuir con nuestra palabra a ampliar el debate.
Los defensores y las defensoras de derechos humanos concebimos la seguridad como un
derecho. Pero no como un derecho relacionado exclusivamente con el mantenimiento del
“orden público” y la razón de Estado: la seguridad de las personas, de todas las personas, a
vivir con dignidad y sin amenazas el disfrute de sus más esenciales derechos. Por eso no
hablamos del derecho a la seguridad pública sino del derecho a la seguridad humana; una
seguridad que supone la reducción efectiva de los índices de criminalidad, pero también la
erradicación de otras violencias como la pobreza, la degradación de la naturaleza, la agresión
intrafamiliar, los delitos de cuello blanco, la corrupción gubernamental, los abusos policiales y
militares o los cacicazgos rurales.
Desafortunadamente no es la idea de seguridad humana la que orienta las políticas públicas
impulsadas por los actuales gobiernos. El Acuerdo Nacional por la Seguridad lo evidencia: se
centra en la prevención y represión del delito, considerando al Estado mexicano en “guerra”
contra la criminalidad. Las consecuencias de esta concepción limitada de seguridad son
previsibles: surgirán nuevos cuerpos policiales y aumentarán el número y las facultades de los
miembros de estos cuerpos; crecerán las partidas presupuestales de las fuerzas de seguridad;
serán propuestas leyes para incrementar las penas y expandir el uso del derecho penal; habrá
nuevas y más equipadas cárceles; etc.
No dudamos de que en un contexto de temor generalizado, a menudo amplificado por los
medios masivos, políticas de este corte sean bien vistas por amplios sectores, lo que lleva
también a los miembros de la clase política a capitalizar la situación en su propio provecho.
Sin embargo, desde la perspectiva de derechos humanos, consideramos que insistir en la
existencia de una guerra permanente contra la delincuencia y pensar desde esa lógica las
acciones gubernamentales entraña el riesgo de no plantear estrategias claras al no definir con
precisión quién es el “enemigo”. El efecto trágico de estas políticas represivas es que se
termina por someter a los “enemigos”, históricamente identificados con grupos sociales
excluidos y se exceden los límites del poder estatal. Los peligros inherentes a esta perspectiva
son preocupantes. Ya durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta conocimos en
México lo que ocurre cuando desde el aparato estatal se caracteriza como enemigo a un sector
social y se emplea el discurso bélico: torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones
extrajudiciales, acompañadas del deterioro del tejido social. Realidades que, por cierto, se
presentan ya en varios estados de la República. Es real el riesgo de que la espiral de violencia
desatada cuando son empleados el lenguaje y las prácticas de la guerra no tenga fin.
Por eso debemos pensar de otra manera la seguridad. Más desde la mirada de largo plazo que
desde las agendas inmediatistas; más desde la pluralidad de la sociedad mexicana que desde
una pretendida uniformidad que no refleja adecuadamente la realidad del país; más desde los
derechos y la democracia que desde la represión y el autoritarismo. Hablar de la seguridad
como derecho no es mera retórica. De este punto de partida se desprenden pautas concretas
para las políticas públicas en la materia, entre las cuales están: el diseño de una política
criminal centrada en el uso mínimo, racional y estratégico del derecho penal; la reforma
policial; la transparencia y la rendición de cuentas; los controles civiles sobre las autoridades
castrenses; la participación ciudadana efectiva; la persecución de los delitos de cuello blanco y
de servidores públicos; la no estigmatización de los sectores marginalizados; el respeto
irrestricto a los derechos de las víctimas y de los imputados; la tutela del derecho a la
intimidad en las estrategias de comunicación social de los órganos que integran los sistemas de
justicia y seguridad; la renovación de las políticas de prevención del delito; la regulación
apropiada del uso de la fuerza, etc.
En este tema, la labor de los defensores y las defensoras de derechos humanos, lejos de ser un
obstáculo, constituye un aporte imprescindible de contraloría ciudadana. En contextos como el
actual es sumamente necesario evidenciar, mediante casos y situaciones concretas, las
perniciosas consecuencias de las políticas de mano dura y confrontar los discursos construidos
sobre abstractas nociones de “seguridad pública” y “guerra contra la criminalidad”.
La demanda de seguridad sólo será viable en el largo plazo si es entendida como un derecho
de todas las personas, incompatible con la violación y la insatisfacción de los derechos
fundamentales. Si se insiste en recortar derechos para aumentar la seguridad, las
consecuencias serán lamentables.
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