Los Jesuitas tenemos una larga historia, que comienza en 1540, con la fundación de la Compañía de Jesús. Particularmente la historia de Córdoba, y de nuestra universidad, está estrechamente vinculada a esa historia de los jesuitas. Lo que hicieron los jesuitas de ayer nos anima a los jesuitas de hoy a tratar de ser fieles a la misión recibida.
A mucha gente le encanta hablar de los jesuitas, pero preferentemente de los jesuitas del pasado, esos que cierta literatura engrandece; pero no les gustan demasiado los jesuitas de hoy; no sólo por nuestros muchos pecados, sino porque les parece que la Compañía de Jesús actual, con su clara opción por el servicio de la Fe y la promoción de la justicia como condición inseparable , ha tomado rumbos peligrosos. Ciertamente el compromiso con la realidad es siempre riesgoso; y los jesuitas creemos firmemente – hoy como ayer – que una fe que no trabaje activamente por un orden humano más justo es definitivamente alienante.
Paulo VI se refirió a la misión de la Compañía de Jesús diciendo: “allí en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales…allí han estado y están los jesuitas”.
En las fronteras…
Así se define de alguna manera la misión de la Compañía de Jesús y su lugar en la Iglesia: estar en las encrucijadas de los caminos, en las fronteras. Las fronteras del pensamiento, de la ciencia, la cultura, la reflexión y la praxis social, los derechos humanos, y la reflexión teológica. Las fronteras son lugares tormentosos, combatidos, discutidos y de mucha intemperie. Ahí hemos estado, estamos, y debemos estar los jesuitas para dialogar con un mundo que tiene sus propios problemas y su propio lenguaje. En esas fronteras deben estar nuestras obras apostólicas, en particular nuestras universidades.
Cuando se vive en las fronteras hay que aprender otros “idiomas” para poder dialogar y entenderse. No alcanza con el lenguaje eclesial. Los jesuitas buscamos entender y hacernos entender, por eso intentamos aprender los lenguajes de las ciencias, de las artes y las diversas expresiones culturales para poder dialogar. En ese diálogo, desde la propia identidad, y respetando las diversas identidades, se descubre con notable frecuencia que tenemos mucho en común con aquellos que a simple vista parece que están “fuera” de los límites de la Iglesia, pero que tal vez están mucho más “adentro” que otros que pretenden ser de rancia estirpe católica.
Las fronteras son lugares de intemperie. Los jesuitas hemos querido y queremos estar allí, como miembros de la Iglesia, para ser testigos de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth; no como gendarmes, sino como compañeros y amigos. Eso significa con apertura y capacidad de diálogo. Eso no siempre ha sido comprendido, fundamentalmente “hacia adentro” de los límites eclesiales.
De ayer y de hoy…
Las fronteras transitadas por los jesuitas de “ayer” fueron distintas y a su vez semejantes a las de hoy: la justicia en el trato de los aborígenes en la provincia jesuítica del Paraguay, por ejemplo, que llevó incluso a negar la comunión a aquellos que los sometían a esclavitud; la preocupación por crear un “reino de Dios en la tierra sin mal” en las misiones jesuíticas; la formación de intelectuales en colegios y universidades europeas y americanas (de las que nuestra Universidad Católica es heredera legítima); la reflexión teológica en el Concilio de Trento; la evangelización de Oriente con san Francisco Javier y Mateo Ricci (el primero en ingresar a China en el siglo XVII), por mencionar algunas.
Los jesuitas de hoy intentamos transitar las fronteras de nuestro tiempo: el pensamiento teológico contextualizado y crítico; el diálogo con las ciencias y la cultura, la vinculación del conocimiento con la resolución de los problemas que aquejan en particular a los más pobres; la defensa de los derechos humanos, el análisis de la realidad, la docencia, la investigación, la formación de personas competentes y lúcidas para hacer el bien, el acompañamiento de comunidades de fe comprometidas con la construcción de una sociedad más justa.
Ignacio de Loyola nos ha enseñado a los Jesuitas a través de los Ejercicios Espirituales, que lo primero es ser agradecidos. Dar Gracias a Dios por los beneficios recibidos de su mano generosa.
Por eso en este largo camino debemos dar gracias por los fundadores y los continuadores, por tanto bien recibido, y en particular, por el testimonio de nuestros mártires (los Testigos): los antiguos y los contemporáneos que con su vida y su muerte nos enseñaron que las encrucijadas son lugares riesgosos, pero en los que hay que animarse a anunciar el Evangelio en nombre de Jesús, muerto y resucitado, como hombres de Iglesia, venciendo el temor. En ellos constatamos las palabras del Señor: “si el grano de trigo no muere queda solo, pero si muere da mucho fruto”.
Pero también debemos reconocer que no siempre hemos sido fieles a ese amor. No siempre hemos sabido responder a la altura de lo que se esperaba de nosotros.
Debemos pedir perdón porque muchas veces nuestras afirmaciones y documentos han ido mucho más allá que nuestro testimonio personal o comunitario. Nuestras concreciones han sido en muchos casos, demasiado modestas. No siempre hemos estado decididamente del lado de los pobres y los que sufren, no siempre hemos sido cercanos a su Evangelio de sencillez y fraternidad.
El camino que Dios eligió para hacer la redención de la humanidad ha sido hacerse hombre en Cristo. Juan Pablo II dijo que “el camino de la Iglesia es el hombre”. Por lo tanto nuestro camino como hombres de Iglesia es el de Cristo: hacernos más humanos, más hermanos; compañeros de camino de hombres y mujeres “en tanta diversidad así en trajes como en gestos” (cfr. EE. 103), para trabajar por el Reino de Dios; como Jesús y con Jesús.
Nuestra misión hoy, como ayer…
Como cristianos y como jesuitas nos sentimos llamados a ser Compañeros de Jesús, testigos del Dios de la vida.
Como Compañeros, tal como la etimología latina de la palabra lo sugiere (cum panis), queremos compartir el pan de la Esperanza con todos nuestros hermanos, pero en particular con los pobres, los excluidos, los sufrientes. También con mujeres y hombres de buena voluntad que luchan para que un mundo más fraterno sea posible. Queremos con Jesús, trabajar en la construcción de su Reino de Justicia y Paz, ayudando a la promoción de las comunidades como sujetos de su propio destino, lejos del asistencialismo y la dádiva que rebaja y deshumaniza. Intentamos hacerlo tendiendo puentes, por ejemplo, entre quienes producen conocimiento y quienes tienen imperiosa necesidad de las consecuencias de ese conocimiento, para la resolución de sus múltiples problemas de educación, precariedad laboral, acceso a la salud, vivienda; problemas generados por un esquema social injusto, por el que tenemos que dar una respuesta.
Queremos – como los jesuitas que nos precedieron – ser testigos. El testigo no da testimonio de si mismo, sino de Otro, de lo que ha visto y oído, de lo que ha experimentado. Nosotros hemos experimentado el amor que Dios nos tiene y queremos anunciarlo, ese amor manifestado en Jesús, muerto y resucitado, y expresado en la más diversas realidades, culturas y expresiones religiosas. Un amor que debe movernos a transformar la realidad para que refleje algo del rostro de Dios, para que el mundo pueda llegar a ser un lugar en el que a Dios le den ganas de vivir.
Hoy, como ayer, somos enviados a testimoniar al Dios de la Vida, que se hace hermano, allí donde la insolidaridad, la injusticia y la exclusión muestran crudamente el rostro de la muerte.
Hoy como ayer, somos enviados a testimoniar la Vida de Dios que se hace comprensión, dialogo y reconciliación frente a la intolerancia y el fundamentalismo que siega vidas y siembra el dolor, y el odio religioso, étnico, o de género.
Hoy, como ayer, somos enviados como testigos del Dios de la Vida, que se manifiesta como acogida allí donde la muerte toma el rostro de la explotación de las minorías. Donde grupos étnicos, migrantes, refugiados y desplazados son rechazados y excluidos.
Hoy como ayer, somos enviados como testigos del Dios que da Vida, ante el abuso de los bienes de la creación que han derivado en la ruptura del equilibrio ambiental, perjudicando a inmensos grupos humanos, en particular a los más pobres.
Queremos ser testigos del Dios de la Vida, que en Jesús de Nazareth sale al encuentro de cada hombre y cada mujer, que se sienta a la mesa con todos para abrirnos a la Esperanza.
Así como Pablo Tarso en el Areópago de Atenas encontró la imagen del dios desconocido y comenzó a hablarles a los atenienses de Él (cfr. Hechos 27), de la misma manera los jesuitas – y aquellos con quienes compartimos la misión – nos sentimos enviados por la Iglesia a los diversos “areópagos” del mundo para anunciar a un Dios que sigue siendo desconocido o desfigurado para muchos. Ese Dios de la Vida que revela su rostro de muy diversas maneras pero en particular en el rostro de los pobres a quienes Ignacio de Loyola llamaba nuestros “maestros y amigos”.
Queremos anunciar el Evangelio en los lugares de discusión de las ideas, allí donde se produce y se transmite el conocimiento, conscientes de que somos servidores de la Verdad, no sus dueños, y por lo tanto llamados a caminar junto con muchos hombres y mujeres que buscan con honestidad alguna luz que les muestre un camino hacia la verdad. Queremos transitar estos caminos como hermanos y compañeros.
Ayer y hoy, la frontera siempre es el ser humano que sufre, anhela, desea, cree, duda, odia y ama; ahí se da el encuentro. Ahí queremos trabajar con todos, hombres y mujeres de buena voluntad, por la construcción de , eso que los cristianos llamamos el Reino de Dios.
Lic. Rafael Velasco, SJ
Universidad Católica de Córdoba, Argentina.
A mucha gente le encanta hablar de los jesuitas, pero preferentemente de los jesuitas del pasado, esos que cierta literatura engrandece; pero no les gustan demasiado los jesuitas de hoy; no sólo por nuestros muchos pecados, sino porque les parece que la Compañía de Jesús actual, con su clara opción por el servicio de la Fe y la promoción de la justicia como condición inseparable , ha tomado rumbos peligrosos. Ciertamente el compromiso con la realidad es siempre riesgoso; y los jesuitas creemos firmemente – hoy como ayer – que una fe que no trabaje activamente por un orden humano más justo es definitivamente alienante.
Paulo VI se refirió a la misión de la Compañía de Jesús diciendo: “allí en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales…allí han estado y están los jesuitas”.
En las fronteras…
Así se define de alguna manera la misión de la Compañía de Jesús y su lugar en la Iglesia: estar en las encrucijadas de los caminos, en las fronteras. Las fronteras del pensamiento, de la ciencia, la cultura, la reflexión y la praxis social, los derechos humanos, y la reflexión teológica. Las fronteras son lugares tormentosos, combatidos, discutidos y de mucha intemperie. Ahí hemos estado, estamos, y debemos estar los jesuitas para dialogar con un mundo que tiene sus propios problemas y su propio lenguaje. En esas fronteras deben estar nuestras obras apostólicas, en particular nuestras universidades.
Cuando se vive en las fronteras hay que aprender otros “idiomas” para poder dialogar y entenderse. No alcanza con el lenguaje eclesial. Los jesuitas buscamos entender y hacernos entender, por eso intentamos aprender los lenguajes de las ciencias, de las artes y las diversas expresiones culturales para poder dialogar. En ese diálogo, desde la propia identidad, y respetando las diversas identidades, se descubre con notable frecuencia que tenemos mucho en común con aquellos que a simple vista parece que están “fuera” de los límites de la Iglesia, pero que tal vez están mucho más “adentro” que otros que pretenden ser de rancia estirpe católica.
Las fronteras son lugares de intemperie. Los jesuitas hemos querido y queremos estar allí, como miembros de la Iglesia, para ser testigos de la Buena Noticia de Jesús de Nazareth; no como gendarmes, sino como compañeros y amigos. Eso significa con apertura y capacidad de diálogo. Eso no siempre ha sido comprendido, fundamentalmente “hacia adentro” de los límites eclesiales.
De ayer y de hoy…
Las fronteras transitadas por los jesuitas de “ayer” fueron distintas y a su vez semejantes a las de hoy: la justicia en el trato de los aborígenes en la provincia jesuítica del Paraguay, por ejemplo, que llevó incluso a negar la comunión a aquellos que los sometían a esclavitud; la preocupación por crear un “reino de Dios en la tierra sin mal” en las misiones jesuíticas; la formación de intelectuales en colegios y universidades europeas y americanas (de las que nuestra Universidad Católica es heredera legítima); la reflexión teológica en el Concilio de Trento; la evangelización de Oriente con san Francisco Javier y Mateo Ricci (el primero en ingresar a China en el siglo XVII), por mencionar algunas.
Los jesuitas de hoy intentamos transitar las fronteras de nuestro tiempo: el pensamiento teológico contextualizado y crítico; el diálogo con las ciencias y la cultura, la vinculación del conocimiento con la resolución de los problemas que aquejan en particular a los más pobres; la defensa de los derechos humanos, el análisis de la realidad, la docencia, la investigación, la formación de personas competentes y lúcidas para hacer el bien, el acompañamiento de comunidades de fe comprometidas con la construcción de una sociedad más justa.
Ignacio de Loyola nos ha enseñado a los Jesuitas a través de los Ejercicios Espirituales, que lo primero es ser agradecidos. Dar Gracias a Dios por los beneficios recibidos de su mano generosa.
Por eso en este largo camino debemos dar gracias por los fundadores y los continuadores, por tanto bien recibido, y en particular, por el testimonio de nuestros mártires (los Testigos): los antiguos y los contemporáneos que con su vida y su muerte nos enseñaron que las encrucijadas son lugares riesgosos, pero en los que hay que animarse a anunciar el Evangelio en nombre de Jesús, muerto y resucitado, como hombres de Iglesia, venciendo el temor. En ellos constatamos las palabras del Señor: “si el grano de trigo no muere queda solo, pero si muere da mucho fruto”.
Pero también debemos reconocer que no siempre hemos sido fieles a ese amor. No siempre hemos sabido responder a la altura de lo que se esperaba de nosotros.
Debemos pedir perdón porque muchas veces nuestras afirmaciones y documentos han ido mucho más allá que nuestro testimonio personal o comunitario. Nuestras concreciones han sido en muchos casos, demasiado modestas. No siempre hemos estado decididamente del lado de los pobres y los que sufren, no siempre hemos sido cercanos a su Evangelio de sencillez y fraternidad.
El camino que Dios eligió para hacer la redención de la humanidad ha sido hacerse hombre en Cristo. Juan Pablo II dijo que “el camino de la Iglesia es el hombre”. Por lo tanto nuestro camino como hombres de Iglesia es el de Cristo: hacernos más humanos, más hermanos; compañeros de camino de hombres y mujeres “en tanta diversidad así en trajes como en gestos” (cfr. EE. 103), para trabajar por el Reino de Dios; como Jesús y con Jesús.
Nuestra misión hoy, como ayer…
Como cristianos y como jesuitas nos sentimos llamados a ser Compañeros de Jesús, testigos del Dios de la vida.
Como Compañeros, tal como la etimología latina de la palabra lo sugiere (cum panis), queremos compartir el pan de la Esperanza con todos nuestros hermanos, pero en particular con los pobres, los excluidos, los sufrientes. También con mujeres y hombres de buena voluntad que luchan para que un mundo más fraterno sea posible. Queremos con Jesús, trabajar en la construcción de su Reino de Justicia y Paz, ayudando a la promoción de las comunidades como sujetos de su propio destino, lejos del asistencialismo y la dádiva que rebaja y deshumaniza. Intentamos hacerlo tendiendo puentes, por ejemplo, entre quienes producen conocimiento y quienes tienen imperiosa necesidad de las consecuencias de ese conocimiento, para la resolución de sus múltiples problemas de educación, precariedad laboral, acceso a la salud, vivienda; problemas generados por un esquema social injusto, por el que tenemos que dar una respuesta.
Queremos – como los jesuitas que nos precedieron – ser testigos. El testigo no da testimonio de si mismo, sino de Otro, de lo que ha visto y oído, de lo que ha experimentado. Nosotros hemos experimentado el amor que Dios nos tiene y queremos anunciarlo, ese amor manifestado en Jesús, muerto y resucitado, y expresado en la más diversas realidades, culturas y expresiones religiosas. Un amor que debe movernos a transformar la realidad para que refleje algo del rostro de Dios, para que el mundo pueda llegar a ser un lugar en el que a Dios le den ganas de vivir.
Hoy, como ayer, somos enviados a testimoniar al Dios de la Vida, que se hace hermano, allí donde la insolidaridad, la injusticia y la exclusión muestran crudamente el rostro de la muerte.
Hoy como ayer, somos enviados a testimoniar la Vida de Dios que se hace comprensión, dialogo y reconciliación frente a la intolerancia y el fundamentalismo que siega vidas y siembra el dolor, y el odio religioso, étnico, o de género.
Hoy, como ayer, somos enviados como testigos del Dios de la Vida, que se manifiesta como acogida allí donde la muerte toma el rostro de la explotación de las minorías. Donde grupos étnicos, migrantes, refugiados y desplazados son rechazados y excluidos.
Hoy como ayer, somos enviados como testigos del Dios que da Vida, ante el abuso de los bienes de la creación que han derivado en la ruptura del equilibrio ambiental, perjudicando a inmensos grupos humanos, en particular a los más pobres.
Queremos ser testigos del Dios de la Vida, que en Jesús de Nazareth sale al encuentro de cada hombre y cada mujer, que se sienta a la mesa con todos para abrirnos a la Esperanza.
Así como Pablo Tarso en el Areópago de Atenas encontró la imagen del dios desconocido y comenzó a hablarles a los atenienses de Él (cfr. Hechos 27), de la misma manera los jesuitas – y aquellos con quienes compartimos la misión – nos sentimos enviados por la Iglesia a los diversos “areópagos” del mundo para anunciar a un Dios que sigue siendo desconocido o desfigurado para muchos. Ese Dios de la Vida que revela su rostro de muy diversas maneras pero en particular en el rostro de los pobres a quienes Ignacio de Loyola llamaba nuestros “maestros y amigos”.
Queremos anunciar el Evangelio en los lugares de discusión de las ideas, allí donde se produce y se transmite el conocimiento, conscientes de que somos servidores de la Verdad, no sus dueños, y por lo tanto llamados a caminar junto con muchos hombres y mujeres que buscan con honestidad alguna luz que les muestre un camino hacia la verdad. Queremos transitar estos caminos como hermanos y compañeros.
Ayer y hoy, la frontera siempre es el ser humano que sufre, anhela, desea, cree, duda, odia y ama; ahí se da el encuentro. Ahí queremos trabajar con todos, hombres y mujeres de buena voluntad, por la construcción de , eso que los cristianos llamamos el Reino de Dios.
Lic. Rafael Velasco, SJ
Universidad Católica de Córdoba, Argentina.