lunes, 20 de abril de 2009

DESIERTO ADENTRO - Rodrigo Plá (México)

DESIERTO ADENTRO
de Rodrigo Plá (México)


por Edgar Rubio (Acapulco, México)

Quienes hemos experimentado la culpa sabemos el infierno de vivir sin posibilidad de paz.

¿Cómo revelar en el cine este tormento misterioso de la conciencia?

Esta conciencia culposa ha marcado la historia religiosa de México. Las manifestaciones de esa culpa pasan por peregrinaciones, rezos, vestimenta y resguardo de niños santos, vírgenes peregrinas, procesiones, mandas, retablos…

¿Qué mueve esta expresión de la religiosidad del pueblo de Dios?

Entre 1926 y 1929 esa religiosidad fue desviada hacia la Guerra Cristera. El gobierno fanático de Plutarco Elías Calles cerró los templos y optó por extirpar una fe que concebía como enajenante.

Obispos, sacerdotes y en especial laicos optaron por la opción militar para salvaguardar el derecho a la libertad de creer.

Encontraron un pueblo propicio para la lucha, capaz de seguir la autoridad de los párrocos, dispuesto a dar la vida por una tradición concentrada en templos, en imágenes y en la figura de los consagrados.

De este caldo de cultivo surge Elías (Mario Zaragoza), el protagonista de Desierto Adentro (México, 2008) película del director uruguayo formado en México, Rodrigo Plá.

Él no parece dispuesto a tomar las armas por la Iglesia. Pero la creencia en el destino de los niños no bautizados lo deposita en el terreno de la culpa.

“Maldito es quien por preservar la vida de uno de sus hijos permite la muerte de sus hermanos”. Ésta y otras maldiciones terminan por arrojarlo al desierto. Encamina en esta locura a sus hijos. A uno de ellos lo encierra, como Niño Dios, en un relicario y en un baúl.

El cifrado vétero-testamentario del filme nos muestra los símbolos del desierto, de un Dios inmisericorde, de un hombre condenado, de la ausencia de providencia divina, de sacrificios y de expiaciones que no terminan por “complacer” a un Dios desencarnado de la vida, sin presencia comunitaria y sin amor.

Elías arrastra en esta fe desierta a sus hijos vivos. Los preserva para cumplir la encomienda de construir un templo y calmar, así, la ira de Dios.

A él lo mueve el miedo. Teme perder lo que ama.

La fuerza íntima de la libertad comienza a desplegarse en la conciencia de sus hijos: uno desea una mujer, otra tocar lo que se le ha presentado como prohibido, otro más sólo subir un árbol. La fotografía y la banda sonora del filme nos comunican con fuerza estas convicciones.

La libertad del amor choca con la desolación del miedo. La culpa sin misericordia sólo deriva en muerte como con el traidor de las treinta monedas, incapaz de mirar en la cruz la felicidad redentora de quien da la vida por sus amigos.

La religión cuando en lugar de revelar sesga, cuando en lugar de liberar encierra, y cuando en lugar de amar opta por infundir miedo, se convierte en un totalitarismo atroz, cercano en formas y actos a los peores totalitarismos de la historia de la humanidad. Es una religión incapaz de ofrecer esperanza.

Rodrigo Plá, vía las manos de Aureliano (Diego Cataño), el hijo más pequeño de Elías, parece repetirnos que la única expiación humanizante es la que deriva en arte.

Una y otra vez los sucesos más trágicos, pero también los que son fuente de esperanza, son transformados por Aureliano en retablos religiosos bellamente elaborados, que dotan de una textura fantástica e icónica al filme de Plá.

A través de ellos se graba el tiempo-vida de su familia. Nada, ni la muerte, escapa a su mirada y a su arte.

Un arte que terminará liberándolo de la obsesión pecaminosa del Padre. Al final, tras la pérdida de lo amado, comprende que sólo la Misericordia puede abrir al hombre a la libertad y al bien, y corre. Nada podrá ya detenerlo.

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DESIERTO ADENTRO
Director. Rodrigo Plá.
Productores: Germán Méndez y Rodrigo Plá
Guión. Laura Santillo y Rodrigo Plá.
Fotografía: Serguei Salívar
Música: Jacobo Lieberman
Intérpretes: Mario Zaragoza, Diego Cataño, Martín Zapata, Hielen Yánez, Luis Fernando Peña.
México, 2008
Mención honorífica de SIGNIS en el Festival Cero Latitud, en Quito, Octubre 2008

domingo, 12 de abril de 2009

Vayan a Galilea, allí lo volverán a ver. - José Antonio Pagola

Vayan a Galilea, allí lo volverán a ver.
José Antonio Pagola
Domingo de Pascua (B) Marcos 16, 1-7

ECLESALIA, 08/04/09.- El relato evangélico que se lee en la noche pascual es de una importancia excepcional. No sólo se anuncia la gran noticia de que el crucificado ha sido resucitado por Dios. Se nos indica, además, el camino que hemos de recorrer para verlo y encontrarnos con él.

Marcos habla de tres mujeres admirables que no pueden olvidar a Jesús. Son María de Magdala, María la de Santiago y Salomé. En sus corazones se ha despertado un proyecto absurdo que sólo puede nacer de su amor apasionado: «comprar aromas para ir al sepulcro a embalsamar su cadáver».

Lo sorprendente es que, al llegar al sepulcro, observan que está abierto. Cuando se acercan más, ven a un «joven vestido de blanco» que las tranquiliza de su sobresalto y les anuncia algo que jamás hubieran sospechado.

«¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado?». Es un error buscarlo en el mundo de los muertos. «No está aquí». Jesús no es un difunto más. No es el momento de llorarlo y rendirle homenajes. «Ha resucitado». Está vivo para siempre. Nunca podrá ser encontrado en el mundo de lo muerto, lo extinguido, lo acabado.

Pero, si no está en el sepulcro, ¿dónde se le puede ver?, ¿dónde nos podemos encontrar con él? El joven les recuerda a las mujeres algo que ya les había dicho Jesús: «Él va delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Para «ver» al resucitado hay que volver a Galilea. ¿Por qué? ¿Para qué?

Al resucitado no se le puede «ver» sin hacer su propio recorrido. Para experimentarlo lleno de vida en medio de nosotros, hay que volver al punto de partida y hacer la experiencia de lo que ha sido esa vida que ha llevado a Jesús a la crucifixión y resurrección. Si no es así, la «Resurrección» será para nosotros una doctrina sublime, un dogma sagrado, pero no experimentaremos a Jesús vivo en nosotros.

Galilea ha sido el escenario principal de su actuación. Allí le han visto sus discípulos curar, perdonar, liberar, acoger, despertar en todos una esperanza nueva. Ahora sus seguidores hemos de hacer lo mismo. No estamos solos. El resucitado va delante de nosotros. Lo iremos viendo si caminamos tras sus pasos. Lo más decisivo para experimentar al «resucitado» no es el estudio de la teología ni la celebración litúrgica sino el seguimiento fiel a Jesús.

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

viernes, 3 de abril de 2009

Monseñor Romero - Jon Sobrino

Monseñor en el hospitalito a solas con Dios. En catedral con su pueblo. En medio del pueblo y en su defensa hasta el final
Homilía del 24 de marzo en la capilla de la UCA

JON SOBRINO, jsobrino@cmr.uca.edu.sv

En muchos lugares se está celebrando el XXIX Aniversario del asesinato-martirio de Monseñor Romero. El sábado 21, en una vigilia popular. Hoy a las 12:00, en una misa en Catedral, presidida por el arzobispo José Luis Escobar, y a las 5:30 en otra misa en la Cripta, presidida por Monseñor Rosa. Ahora, en esta eucaristía le recordamos en la Capilla de la UCA. Le pedimos que nos bendiga. Le pedimos también que nos anime a ser una universidad como él la quería, y a convertirnos cuando, por acción o por omisión, no lo somos. Y le pedimos que profesores, administrativos, trabajadores y alumnos siempre recuerden su nombre, le recuerden y le honren.

Para hacerlo hoy presente entre nosotros, he elegido dos lecturas. El evangelio es el del buen pastor, pues la universidad, con todo lo que tiene, conocimientos y recursos, debe pastorear de manera universitaria al pueblo salvadoreño. Debe alimentar ante todo a las mayorías hambrientas de pan y de trabajo, de justicia y de verdad. Y debe defenderlas de los mercenarios, los poderosos de todo tipo, que no las apacientan sino que, muchas veces, las devoran, como denunciaba el profeta Oseas. Y en esa defensa la universidad debe correr riesgos como el buen pastor. Muy bien nos lo recuerdan nuestros compañeros aquí enterrados.
La segunda lectura nos dice quién es ese buen pastor: Jesús de Nazaret. En palabras bellas y bien pensadas se dice de él que “pasó haciendo el bien, curando a los oprimidos”. Y se añade, a modo de confesión, lo que no solemos tener tan en cuenta: “que Dios estaba con él”.Ahora queremos recordar al Monseñor Romero buen pastor, a partir de tres cosas muy suyas: el Hospitalito, la Catedral y su caminar con el pueblo, defendiéndolo, hasta el final.

1. En el Hospitalito a solas con Dios
Es sabido que, nombrado arzobispo, la oligarquía quiso ganárselo y le ofreció un palacio episcopal con las habituales comodidades mundanas. Pero Monseñor lo rechazó y se fue a vivir a una modesta habitación junto al hospital de La Divina Providencia. Allí recibió, muchas veces de noche, a personas de todo tipo. Allí preparaba los sábados sus homilías dominicales. Y allí sobre todo, como Jesús junto al lago o en el huerto, oraba al Dios que ve en lo escondido. Contaba la hermana Teresa que a altas horas de la madrugada a veces veía luz en las habitaciones de Monseñor, y le llevaba un zumo de naranja. Lo encontraba rezando.

En el hospitalito Monseñor Romero vivía solo y sin seguridad en tiempos de graves riesgos. Las personas más cercanas eran mujeres, enfermas de cáncer incurable, pobres todas ellas, con la angustia añadida de no saber qué sería de sus hijos una vez muertas ellas. Monseñor -tan indiferente a honores mundanos- confesó que le hubiese gustado ganar el premio Nobel de la paz de 1978 para, con el importe del premio, aliviar la suerte de las mujeres enfermas.

Sólo Dios que ve en lo escondido sabe bien quién era el Monseñor del Hospitalito y qué significaba Dios para él. Pero algo podemos barruntar. Poco antes de su muerte, en los momentos más difíciles del pueblo salvadoreño, Monseñor les habló de “Dios”:
Ningún hombre se conoce mientras no se ha encontrado con Dios. Quien me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación fuera que fuésemos a encontrarnos con Dios” (Homilía del 10 de febrero de 1980).

Y a estas palabras más reflexivas, añadió otras más entrañables. Con humildad decía: “mi más íntimo deseo es que yo no sea un estorbo en el diálogo de ustedes con Dios”. Y con gozo añadió: “me alegra mucho cuando hay gente sencilla que encuentra en mis palabras un vehículo para acercarse a Dios” (Homilía del 27 de enero de 1980). Sin sectarismo alguno, sino con sincero respeto a todos, dijo que “sin Dios no puede haber liberación” (Homilía del 2 de marzo de 1980). Y con Dios, consolaba a la gente: “Dios va con nuestra historia. Dios no nos ha abandonado” (Homilía del 9 de diciembre de 1979).

A todos, también UCA e Iglesia, nos pregunta y nos invita Monseñor a “estar a solas con Dios”. Y a quienes no mencionen ese nombre les pregunta e invita a estar a solas, indefensamente y en entrega total, con aquello bueno que vean como último: la compasión, la justicia, la verdad. “A solas”. Sin poder ir más allá.

2. En Catedral con su pueblo
El Monseñor de Catedral es más conocido. Es el Monseñor de las homilías, de los pobres y de las víctimas, de los horrores de la represión y de la esperanza de justicia. Es el Dios de las organizaciones populares, de los sacerdotes perseguidos y asesinados, de los innumerables mártires, sin que Monseñor dejara a ninguno de ellos y de ellas sin nombre. Es el Dios del pueblo salvadoreño. Quienes tuvimos la suerte de escucharlo lo recordamos muy bien. Vamos a citar algunas palabras suyas, pero quizás lo más importante es saber cómo preparaba las homilías -honda lección para la Iglesia, la UCA, los medios, y todas las instituciones y organismos que quieren servir al pueblo. La víspera de su asesinato dijo Monseñor:
Le pido al Señor, durante toda la semana mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento”(Homilía del 23 de marzo de 1980).

De ahí surgía la denuncia y la profecía, y por surgir del dolor y clamor del pueblo iban más allá de declaraciones éticas o de la doctrina social:
”Yo denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Éste es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absoluto intocable. ¡Y ay del que toque ese alambre de alta tensión! Se quema”. “Vivimos en un falso orden, basado en la represión y el miedo”. “El robar se va haciendo ambiente. Y al que no roba se le llama tonto”. “Se juega con los pueblos, se juega con las votaciones, se juega con la dignidad de los hombres”. “Estamos en un mundo de mentiras donde nadie cree ya en nada”. Y como un Amós o un Miqueas decía: “esto es el imperio del infierno”. La exigencia es como ser Iglesia y universidad de ciencia y de profecía.

En los últimos meses Monseñor Romero fue todavía más duro, si cabe, en decir la verdad. Y la razón era la compasión; la verdad estaba a favor del pueblo, que muchas veces sólo tenía la verdad en su favor. De ahí que la denuncia profética subió de tono. Pero es importante recordar también unas palabras, llenas de honradez y muy de Monseñor, que ojalá todos las tengamos presentes: “hay que comenzar por casa”.

“Todo el que denuncia debe estar dispuesto a ser denunciado y, si la Iglesia denuncia las injusticias, está dispuesta también a escuchar que se la denuncie y está obligada a convertirse… Los pobres son el grito constante que denuncia no sólo la injusticia social, sino también la poca generosidad de nuestra propia Iglesia” ( 17 de febrero de 1980).

3. En medio del pueblo y en su defensa hasta el final
Monseñor se mantuvo firme en la compasión y en la denuncia, sin componendas. Su compasión y su profecía no fueron flor de un día, ni fueron palabras política y eclesiásticamente correctas. En la sociedad no encontró facilidades, por decirlo muy suavemente, pero tampoco encontró facilidades en la Iglesia en cuanto institución jerárquica; a veces todo lo contrario. Se mantuvo firme, y hasta el último momento defendió a las víctimas, aun sabiendo que él podía ser la próxima. Y así fue.

Monseñor Romero tomó en serio las palabras de Puebla. A los pobres Dios “los ama y los defiende”. Lo primero le llevó a desgastarse en una pastoral a favor de la justicia, la esperanza y la vida de los pobres. Lo segundo a enfrentarse con quienes los oprimían y reprimían. Puso a su Iglesia en esa dirección de defensa y enfrentamiento, de modo que, sin intenciones idealistas, llegó a ser una “Iglesia de los pobres”. Eso significó riesgos y enfrentamientos. “Por defender al pobre la iglesia ha entrado en grave conflicto con los poderosos de las oligarquías económicas” (Discurso de Lovaina, 2 de febrero de 1980. Ya antes había constatado las consecuencias, y emitió un juicio que nunca se emite, desorbitadamente evangélico: “Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo” ( 24 de junio de 1979).

Hasta el día de hoy, en un mundo mal llamado de globalización y que en realidad vive en trance de cruz, que pretende quitar aristas al horror de la realidad y silencia a millones de crucificados -en Irak, en el Congo, en Gaza, en Haití-, hacer presente a Dios en la historia es seguir a Jesús cargando con la cruz. No con una cruz abstracta y sin historia, sino concreta, salvadoreña. “Cristo es Dios majestuoso que se hace hombre humilde hasta la muerte de los esclavos en una cruz y vive con los pobres… así debe ser nuestra fe cristiana” (Homilía del 17 de febrero de 1980). Monseñor lo intuyó desde el principio. En Aguilares el 19 de junio de 1977 comenzó la homilía con estas palabras: “a mí me toca ir recogiendo atropellos y cadáveres”. Palabras para la UCA, para la Iglesia y para todos.

Monseñor mantuvo la defensa de su pueblo hasta el final, y con ello la esperanza. Dos eran sus pilares, como lo intuyó Ignacio Ellacuría: Dios y el mismo pueblo. Sin ninguna rutina, en las horas más trágicas de El Salvador no se cansó de repetir el Emmanuel. “Dios va con nuestra historia. Dios no nos ha abandonado. Ningún cristiano debe sentirse sólo en su caminar, ninguna familia tiene que sentirse desamparada, ningún pueblo debe ser pesimista, aun en medio de las crisis que parecen más insolubles”. Es el “consolad, consolad a mi pueblo” de Isaías. Y a ese pueblo le dio dignidad. “Ustedes son el divino traspasado” dijo en Aguilares a unos campesinos aterrorizados, el día que fue a celebrar la eucaristía cuando los soldados, un mes después de haberlo tomado y ocupado, abandonaron el pueblo. El Monseñor que decía: “esto es el imperio del infierno” decía también: “sobre estas ruinas brillará la gloria del Señor”.

Las amenazas iban en aumento. En su última homilía confesó: “Esta semana me llegó un aviso de que estoy en la lista de los que van a ser eliminados la próxima semana”. Y automáticamente, como si se hubiese convertido en segunda naturaleza, Monseñor puso su muerte en relación con la salvación del pueblo: “que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad”.

Y en relación con el pueblo, en un supremo esfuerzo para impedir mayores atrocidades, pronunció las palabras finales de su última homilía, hito insuperable en la historia del país, de la Iglesia y de cualquier lugar donde quede un rastro de humanidad.

“En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!” (23 de marzo de 1980).

Nunca antes se habían escuchado semejantes, ni nunca después se han vuelto a escuchar. Fueron recogidas con un estruendoso aplauso, nunca antes escuchado ni nunca después vuelto a escuchar:
Con la muerte de Monseñor no murió su palabra. Pocos días después de su asesinato, en una misa celebrada en la UCA, el Padre Ellacuría dijo: “Con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador”. Las hemos repetido muchas veces, y hoy nos volemos a preguntar: ¿es verdad? Sí, y en muchos lugares. Baste recordar algunas cosas de estos días.

El 2 de marzo, Noam Chomsky, prominente pensador estadounidense, luchador de causas nobles, muchas de ellas “perdidas”, acosado de muchas formas por los poderes establecidos, acababa de cumplir 80 años. El diario El País le hizo una entrevista sobre temas conocidos profesionalmente por el autor: la situación de la política internacional, los medios, internet… Pero, rompiendo la lógica de la profesión, la entrevista termina con una pregunta personal: “A su edad, ¿qué le hace seguir luchando?”. Y esto es lo que dijo:
“Imágenes como ésa [Chomsky indica un cuadro que cuelga de su despacho en el que se ve al ángel exterminador junto al arzobispo Romero y seis intelectuales jesuitas asesinados en El Salvador en los ochenta por los escuadrones de la muerte]. Uno de mis fracasos es que ningún estadounidense sepa qué significa ese cuadro”.

El 15 de marzo algo muy nuevo ocurrió en El Salvador. El partido Arena, que nunca había pronunciado oficialmente el nombre de Monseñor Romero – pienso que por miedo y por una especie de insuperable parálisis fonética, perdió las elecciones. Por el contrario, el vencedor, Mauricio Funes sí lo pronunció. Analistas hay y habrá que juzguen sobre convicciones e intenciones. Pero remitirse a Monseñor Romero en ese momento y presentarlo como lo más entrañable que ha producido y tiene este país, indica que Monseñor Romero sigue vivo.
En la vigilia del 21 de marzo, durante la marcha y ante Catedral, muchos salvadoreños y salvadoreñas, sintieron una vez más la presencia de Monseñor. Con sentido humano y cristiano -y con exquisito sentido teológico- no expresaron esa presencia, al menos no en lo fundamental, porque tuvieran ahora en sus manos “más poder”, sino que la expresaron en un sentimiento de dignidad, esperanza y alegría. Con Monseñor podían seguir trabajando y caminando. Y celebrando la vida.

El día 26 de marzo por primera vez en la historia del país se instauró un tribunal de justicia restaurativa para que, tras el desentenderse de tanto crimen, por vileza o por la ley de amnistía, el Estado reconozca su culpa y pida perdón; para que las víctimas recuperen dignidad; y para que después de muchos años se de pasos de reconciliación. En los esfuerzos denodados de muchos profesionales por instaurar el tribunal, y sobre todo en la palabra de los testigos, familiares de las víctimas y a veces víctimas ellos mismos, en la dignidad, el alivio, la mano tendida que expresaban esas palabras, Monseñor Romero pasaba por El Salvador.
Terminamos por donde comenzamos. Estamos en la Capilla de la UCA. Les invito a todos a hacer realidad aquello a lo que, ante Monseñor, se comprometió el Padre Ellacuría cuando, en 1985, la UCA le otorgó un Doctorado Honoris Causa.

1. Una auténtica inserción en la realidad nacional, lacerada, casi herida de muerte, sacudida hoy por diez asesinatos al día, sin ceder a la tentación de distanciarnos de ella, y menos, como si fuera beneficioso para la excelencia académica.

2. No caer en la neutralidad falaz y concretar el bien común desde el bien de las mayorías pobres y oprimidas, de las víctimas; es decir, hacer una opción libre por los pobres de este país y mantenernos firmes en ella.

3. Tras la guerra, propiciar y defender de todas las formas posibles una paz verdadera, los derechos humanos y la reconciliación real; frenar el desangramiento del país y trabajar para que no sean necesarias las migraciones inhumanas.

4. No cejar en la esperanza de construir un futuro mejor, más humano y humanizado. Especialmente, devolver palabra, consuelo, dignidad y reparación a las víctimas. Y dejarnos salvar por ellas.

5. Que no se tambalee sino que se robustezca la inspiración cristiana que movía todo el actuar de Monseñor Romero. El Monseñor que vivía de la fe en Jesús mueve a dar la vida por los que sufren como hemos leído en el evangelio.

Pidamos a Dios que esta universidad con humildad y con decisión, con convicción y con gozo sea fiel seguidora de Monseñor Romero. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

Jon Sobrino
24 de marzo, 2009

GRAN TORINO - Luis García Orso, S.J.

GRAN TORINO
Luis García Orso, S.J.

¿Qué sabe uno en realidad de la vida y de la muerte, de la culpa y el perdón, del dolor y la salvación? El viudo Kowalski se lo pregunta irónico al joven sacerdote de 27 años, recién ordenado, que preside la misa del funeral de la esposa. Si por su poca experiencia parecería que el sacerdote poco sabe, más allá de lo aprendido en la teología, tampoco uno alcanza a ver mucho en el viejo Walt Kowalski: con cara de pocos amigos, cuestionador de costumbres modernas, interpelante, casi grosero, solo y amargado, y que además pasa el tiempo bebiendo cerveza en la entrada de su casa, hablando sólo con su perra, y despotricando de forma racista de sus vecinos de la etnia Hmong venidos del sudeste asiático. El viejo Walt observa con desprecio cómo el vecindario donde siempre ha vivido en Detroit se ha ido degradando con la llegada de inmigrantes orientales y de pandillas de jóvenes latinos, afro-americanos y asiáticos.
El viejo Kowlaski vive descontento del presente, preocupado del futuro y atado a un pasado que vivió feliz con su esposa y en que peleó en la guerra de Corea de principios de los cincuentas. De esta historia suya están presentes hasta ahora un rifle M1 que usó en la guerra, la medalla que ganó por matar soldados norcoreanos y un carro Gran Torino 1972, de la misma empresa Ford en que él trabajo por treinta años. Los espectadores habremos de no perder de vista en la película la fuerte carga simbólica de estos tres objetos.

A sus 78 años de edad, con una impresionante madurez personal y cinematográfica, Clint Eastwood dirige y actúa Gran Torino, y nos ofrece su muy personal respuesta a las preguntas fundamentales planteadas al inicio, al narrarnos un momento en la historia de este viejo Kowalski. Y las respuestas sólo podrán venir de la misma experiencia de la realidad vivida, sufrida, enfrentada: con unos violentos y prepotentes jóvenes pandilleros, con las familias Hmong que lo desarman con su generosidad y convivencia, con el tímido jovencito Thao que no sabe cómo trabajar y cómo luchar por él mismo, con unos hijos casados que sólo lo buscan para lucrar alguna ganancia para ellos. En el cruce de estos personajes y de estas vidas, Kowalski tendrá que responder con los valores en que cree, pero también enfrentarse a la maldad y violencia del tiempo actual, a los demonios del pasado, a las culpas de la guerra, a la preocupación de un futuro sin esperanza para las nuevas generaciones, a la defensa de la dignidad pisoteada y ultrajada, y a su propia vida que va llegando al final.

Con un guión muy sencillo y casi obvio, Eastwood deja transparentar la simplicidad y la hondura que traen consigo la madurez, y evoca en el protagonista de Gran Torino una síntesis de los mejores personajes en su carrera cinematográfica: la fuerza justiciera de Harry el Sucio (1971), el veterano de la guerra de Corea en Thunderbolt and Lightfoot, (1974), el siempre amenazante Josey Wales (El fugitivo Josey Wales, 1976), Harry Callahan en un Ford Torino en The Enforcer (1976), el misterioso desconocido que defiende a los débiles en The Pale Rider (El jinete pálido,1985), el pistolero retirado que sale a vengar a una mujer ultrajada en The Unforgiven (Los imperdonables, 1992), el boxeador retirado que es retado en sus convicciones por una novata en Million Dollar Baby (Golpes del destino, 2004), y hasta se atreve Clint Eatwood a cantar la melodía final de la película como lo hiciera por primera vez en 1969 en Paint your Wagon (La leyenda de la ciudad sin nombre). Pero además, Eastwood recrea de algún modo el último papel del legendario John Wayne en The Shootist (El último pistolero, de Don Siegel, 1976), y rinde homenaje a un género tan querido y tan clásico en el cine como el western. Quizás el maestro Eastwood nos empieza ya a dejar su testamento espiritual y cinematográfico.

Con una explícita ambientación en la fe católica, Gran Torino se convierte en una parábola cinematográfica sobre el mal, la culpa y la redención. Obviamente está en el trasfondo la figura de Jesús, el Hijo de Dios, para enseñarnos con su vida cómo enfrentar estás realidades últimas de la existencia. Pero lo impresionante en la historia de Gran Torino es cómo el viejo renegado Walt Kowalski puede convertirse en figura del buen samaritano, del padre misericordioso, y del Cordero de Dios que se entrega para redimir a los oprimidos por el Mal. Cuando termina la película reconocemos que el espíritu de la redención lo alcanza todo.


Luis García Orso, S.J.
México, Abril 2 de 2009