El terrorismo borra las nociones militares de "frente" y "retaguardia"; carece de táctica visible; no se sabe si avanza o retrocede. Es más: no se sabe quién es el enemigo. Su única noticia es el horror inesperado.
Cada mañana los periódicos mexicanos anuncian los muertos de la jornada anterior. Para sobreponernos, relegamos el drama a una zona ajena: "los narcos se matan entre ellos". Esta negación es ya imposible. La violencia ha llegado al territorio de los inocentes.
El peligro es difuso: ¿quién ataca? Este espanto es seguido por otro: ¿quién defiende? Las recientes detenciones de secuestradores revelan la participación de mandos policiacos. El combate se está perdiendo, pero lo más dramático es que ni siquiera podemos establecer los bandos. Mientras el Poder Judicial no se depure, no habrá otra sensación que la impotencia.
Todos los sectores políticos han contribuido a esta incertidumbre. El crimen organizado sentó sus reales durante los gobiernos del PRI y el PAN ha sido incapaz de frenar la violencia. El PRD no ha ofrecido mejores resultados en los sitios donde ha gobernado.
La mayor responsabilidad compete -por razones obvias- al Ejecutivo. La inepta política del presidente Calderón ha provocado una reordenación de los cárteles. El Ejército salió a las calles a simbolizar poderío y sólo consiguió agitar un avispero, incrementando las ejecuciones. Las redes de financiamiento y lavado de dinero del narco están intactas y no ha habido detenciones de altos cargos coludidos con el crimen organizado (el último fue Mario Villanueva, por iniciativa del gobierno de Zedillo). El narco mueve el mismo dinero que el petróleo. Es obvio que ese circulante sólo puede llegar a su destino con complicidades oficiales. Sin embargo, los dos gobiernos de la alternancia han perdido la oportunidad de investigarse a sí mismos.
En respuesta al patrullaje del Ejército, las mafias reformularon su estrategia. Ricardo Ravelo ha documentado en la revista Proceso las "narcocumbres" que condujeron a una nueva repartición del territorio. Además, el crimen emprendió una progresiva difusión del terror. Los cadáveres configuran un discurso progresivamente escabroso en el que es posible distinguir "firmas": una banda deja encajuelados, otra decapitados, otra encobijados. Las huellas de tortura y las mutilaciones integran un alfabeto, un estilo reconocible de aniquilación. El video de la autopsia del cantante Valentín Elizalde se puede ver en la red y es posible advertir una técnica cada vez más precisa en la divulgación de atrocidades. Lo que antes eran fotos tomadas con un celular ahora son artificios con posproducción.
El derroche de armamento también es una táctica teatral: los narcos tienen tantas armas largas que se dan el lujo de abandonar 15 en el lugar de los hechos; algunos atracos son cometidos por sicarios disfrazados con uniformes reglamentarios; otros ocurren a afrentosa cercanía de los cuarteles; en todos, el impacto escénico es notorio.
Ante los indistinguibles cuerpos policiacos prospera el "oprobio de autor", la violencia con un estilo reconocible. El enemigo es incierto, pero su salvajismo es cada vez más próximo y diferenciado. La disparidad entre no saber quién amenaza y saber muy bien de qué es capaz crea un clima donde la paranoia es una forma de la sensatez.
El narco va ganando dos guerras: una la realidad, otra en la representación de la violencia. ¿De qué manera se puede reaccionar? La peor respuesta sería la de la normalización de la mirada, aceptar -en la célebre formulación de Hannah Arendt- la "banalidad del mal".
¿Es posible estar informado sin que los datos del horror paralicen al testigo? ¿Cuáles son los límites para exponer los saldos del crimen? ¿Hasta qué punto apoyamos el horror al conjugar su gramática en los medios? Los locutores hablan de "levantones" como si usaran un sustantivo común y los noticieros se ordenan según el guión de "trabajo" del crimen organizado. La indiscriminada exhibición de la violencia acaba por convertirse en un infomertial de quien la comete. ¿Perderemos la cabeza a fuerza de ver decapitados?
No se trata de ocultar la verdad, sino de articular un discurso oponente. Urge una conferencia nacional de medios para llegar a acuerdos sobre cómo regular la difusión del crimen en la arena mediática, donde su efecto es tan fuerte como en el mundo de los hechos. En la sociedad de la información, la resistencia y la esperanza se deben comenzar a construir en los espacios simbólicos que ahora se limitan a ser la caja de resonancia donde el delito adquiere la acrecentada contundencia del sonido directo y el close-up.
Llegamos al último y más dramático punto de esta guerra: las víctimas han dejado de ser selectivas. Cualquiera califica como secuestrable o sujeto de venganza. Los 24 ejecutados de La Marquesa han sido descritos como albañiles o jornaleros. Las granadas lanzadas en Morelia el día del Grito atentaron contra una indefensa multitud. Las amenazas que han llegado por correo electrónico en Villahermosa y Ciudad Juárez se dirigen al ciudadano común. No sabemos quién es el enemigo. No sabemos quién es la policía. Sabemos que estamos en la mira.
En 2007 Rosa María Robles presentó en Culiacán "Alfombra roja", una instalación que de manera irónica aludía a la pasarela de las celebridades en Hollywood. La pieza estaba hecha con ocho mantas de encobijados. La artista logró disponer de evidencias reales, teñidas con la sangre de las víctimas. Esto dio lugar a un contencioso y las alfombras fueron retiradas. Entonces, Rosa María Robles tiñó una cobija con su propia sangre.
El arte se adelanta a la cosas que vendrán. Las dos fases de "Alfombra roja" revelan la forma en que el horror se ha desplazado. Antes la sangre era de "ellos". Ahora es nuestra.
Cada mañana los periódicos mexicanos anuncian los muertos de la jornada anterior. Para sobreponernos, relegamos el drama a una zona ajena: "los narcos se matan entre ellos". Esta negación es ya imposible. La violencia ha llegado al territorio de los inocentes.
El peligro es difuso: ¿quién ataca? Este espanto es seguido por otro: ¿quién defiende? Las recientes detenciones de secuestradores revelan la participación de mandos policiacos. El combate se está perdiendo, pero lo más dramático es que ni siquiera podemos establecer los bandos. Mientras el Poder Judicial no se depure, no habrá otra sensación que la impotencia.
Todos los sectores políticos han contribuido a esta incertidumbre. El crimen organizado sentó sus reales durante los gobiernos del PRI y el PAN ha sido incapaz de frenar la violencia. El PRD no ha ofrecido mejores resultados en los sitios donde ha gobernado.
La mayor responsabilidad compete -por razones obvias- al Ejecutivo. La inepta política del presidente Calderón ha provocado una reordenación de los cárteles. El Ejército salió a las calles a simbolizar poderío y sólo consiguió agitar un avispero, incrementando las ejecuciones. Las redes de financiamiento y lavado de dinero del narco están intactas y no ha habido detenciones de altos cargos coludidos con el crimen organizado (el último fue Mario Villanueva, por iniciativa del gobierno de Zedillo). El narco mueve el mismo dinero que el petróleo. Es obvio que ese circulante sólo puede llegar a su destino con complicidades oficiales. Sin embargo, los dos gobiernos de la alternancia han perdido la oportunidad de investigarse a sí mismos.
En respuesta al patrullaje del Ejército, las mafias reformularon su estrategia. Ricardo Ravelo ha documentado en la revista Proceso las "narcocumbres" que condujeron a una nueva repartición del territorio. Además, el crimen emprendió una progresiva difusión del terror. Los cadáveres configuran un discurso progresivamente escabroso en el que es posible distinguir "firmas": una banda deja encajuelados, otra decapitados, otra encobijados. Las huellas de tortura y las mutilaciones integran un alfabeto, un estilo reconocible de aniquilación. El video de la autopsia del cantante Valentín Elizalde se puede ver en la red y es posible advertir una técnica cada vez más precisa en la divulgación de atrocidades. Lo que antes eran fotos tomadas con un celular ahora son artificios con posproducción.
El derroche de armamento también es una táctica teatral: los narcos tienen tantas armas largas que se dan el lujo de abandonar 15 en el lugar de los hechos; algunos atracos son cometidos por sicarios disfrazados con uniformes reglamentarios; otros ocurren a afrentosa cercanía de los cuarteles; en todos, el impacto escénico es notorio.
Ante los indistinguibles cuerpos policiacos prospera el "oprobio de autor", la violencia con un estilo reconocible. El enemigo es incierto, pero su salvajismo es cada vez más próximo y diferenciado. La disparidad entre no saber quién amenaza y saber muy bien de qué es capaz crea un clima donde la paranoia es una forma de la sensatez.
El narco va ganando dos guerras: una la realidad, otra en la representación de la violencia. ¿De qué manera se puede reaccionar? La peor respuesta sería la de la normalización de la mirada, aceptar -en la célebre formulación de Hannah Arendt- la "banalidad del mal".
¿Es posible estar informado sin que los datos del horror paralicen al testigo? ¿Cuáles son los límites para exponer los saldos del crimen? ¿Hasta qué punto apoyamos el horror al conjugar su gramática en los medios? Los locutores hablan de "levantones" como si usaran un sustantivo común y los noticieros se ordenan según el guión de "trabajo" del crimen organizado. La indiscriminada exhibición de la violencia acaba por convertirse en un infomertial de quien la comete. ¿Perderemos la cabeza a fuerza de ver decapitados?
No se trata de ocultar la verdad, sino de articular un discurso oponente. Urge una conferencia nacional de medios para llegar a acuerdos sobre cómo regular la difusión del crimen en la arena mediática, donde su efecto es tan fuerte como en el mundo de los hechos. En la sociedad de la información, la resistencia y la esperanza se deben comenzar a construir en los espacios simbólicos que ahora se limitan a ser la caja de resonancia donde el delito adquiere la acrecentada contundencia del sonido directo y el close-up.
Llegamos al último y más dramático punto de esta guerra: las víctimas han dejado de ser selectivas. Cualquiera califica como secuestrable o sujeto de venganza. Los 24 ejecutados de La Marquesa han sido descritos como albañiles o jornaleros. Las granadas lanzadas en Morelia el día del Grito atentaron contra una indefensa multitud. Las amenazas que han llegado por correo electrónico en Villahermosa y Ciudad Juárez se dirigen al ciudadano común. No sabemos quién es el enemigo. No sabemos quién es la policía. Sabemos que estamos en la mira.
En 2007 Rosa María Robles presentó en Culiacán "Alfombra roja", una instalación que de manera irónica aludía a la pasarela de las celebridades en Hollywood. La pieza estaba hecha con ocho mantas de encobijados. La artista logró disponer de evidencias reales, teñidas con la sangre de las víctimas. Esto dio lugar a un contencioso y las alfombras fueron retiradas. Entonces, Rosa María Robles tiñó una cobija con su propia sangre.
El arte se adelanta a la cosas que vendrán. Las dos fases de "Alfombra roja" revelan la forma en que el horror se ha desplazado. Antes la sangre era de "ellos". Ahora es nuestra.